sábado, 26 de octubre de 2019

Ciudad en sombras

Serpentea la vida como ríos de miseria, colándose por cada esquina del corazón encharcado de tristeza. Espero que encuentres lo que buscas, dicen. Cómo si fuera posible hallar respuesta a las preguntas que jamás se formulan.

Damos vueltas en un torbellino sin final, como una vorágine de historias que nos hacen sonreír cuando sabemos que han valido la pena. ¿Pero la caída? ¿Qué se hace de la caída? Un sutil baile en las sombras dispuesto a llegar a alguna parte, cuanto menos al final, cuanto más al principio. Tediosamente aniquilados, como encuentros fortuitos que jamás sabremos muy bien en qué nivel del sueño tuvieron lugar, en qué plano astral ocurrieron.

La ciudad desteje su cortina de ceniza como el cielo ardiente que se enciende cuando sopla la brisa. Y es ese viento agreste de otoño, que levanta la hojarasca y pinta de ocres y rojos el lienzo de las callejuelas, el que se cuela en el cementerio mientras al fondo bate el mar entre la vida desierta. Las lápidas cuentan historias de siglos y los mausoleos devuelven el eco del silencio. Perdidos todos en ninguna parte, la fina capa de lluvia que cae nos hace guarecernos bajo los pliegues del abrigo, expulsando nubes de vaho cálido que enfrían los sentidos a quien observa tan trágica escena sacada de alguna patética comedia del tres al cuarto, riéndose de nosotros el dramaturgo que haya decidido exponerla esa noche a su bien estimado público.

Los pasos me arrastran, como los pies que apenas levanto a un palmo del suelo, hasta el embravecido mar que todo lo devuelve, excepto los muertos. Allí, en el punto más al norte de la Torre de Hércules, me siento en una roca a ver batir las olas que salpican mi rostro, como gotas de sangre que discurren impertérritas ante mi mirada cuando le vuelas la cabeza a aquel que tienes delante, aunque solo sean imaginaciones que conformas cuando la ira discurre por tus venas. Y es que el dolor no tiene lugar al que ir nunca, solo evaporarse a base de sufrir. Es eso, o la melancolía. Y en esta desidia de día ambas cosas son igual de afortunadas para el corazón humano: nada.

Sentado allí, viendo el negro manto de carbón que cae sobre la ciudad, decido reanudar mi camino, mientras el mar me despide levantando tras de mí todo su salvaje sonido en un enfurecido embate que valdría la pena inmortalizar en una fotografía en blanco y negro. Lástima de cámara. Pienso. 

Echo las manos a los bolsillos, calo la barbilla en los pliegues del abrigo, y paso tras paso, con los ojos entrecerrados a causa del viento y la lluvia, deambulo por el paseo marítimo con la inútil fantasía de creer llegar a alguna parte.

El Orzán salvaje se retuerce en su propia maldición de sal y arena y ahí abajo, llegando a lo alto del muro, el temporal parece querer salir de su encierro y ganar el terreno que se le debe, inundando la ciudad a su paso, como la tristeza y la melancolía que encharcan mi pecho en un rastro de charcos en los que chapoteo aunque no quiera. Aunque trate de esquivarlos.

Circulo por delante de locales abarrotados por la música. Mientras el silencio y las sombras se arrastran tras de mí. Subo al barrio, las cuestas, Monte Alto. Con un deje de melancolía que se escurre entre los dedos hasta llegar al suelo, al tiempo que mi mirada gris se llena de ceniza y polvo al echar la vista hacia arriba.

Estoy en la calle. Estoy en el número. Estoy en frente. Pero no puedo subir.

Y así me quedo un rato. Indefinidamente. Mirando. Tras unos ojos color mar de fondo que reflejan todo el vacío de este trágico y fútil mundo.

Bajo la cabeza. Me veo los pies. Y dejo que ellos me guíen. Hacia ninguna parte. Pues no hay a dónde ir.

Tras de mí queda el reflejo de mi silencio. Y toda la soledad que puede llegar a transmitir una mirada vacía que se sabe derrotada. Por un corazón helado. Que se desgarra. 

Buenas noches. 
Hasta mañana.

Si Dios quiere.

No hay comentarios:

Publicar un comentario