La tormenta se desataba en el exterior, como un cúmulo de convulsiones que se retuercen en embestidas salvajes sin final.
Salí del portal y los soportales de piedra apenas eran capaces de protegerme del vendaval. Estaba calado, como un perro perdido que no sabe a dónde ir, tampoco a dónde volver. Ante tal panorama decidí sentarme y entrar en calor con la última cerveza que me quedaba. Metí la mano en el bolsillo, posé la cerveza y haciendo refugio con las manos logré encender un cigarro que me supo a barro, sangre y finalmente a gloria. Exhalé el humo y me lo volví a llevar a los labios, perdiéndome en cada calada. Permanecí así indefinidamente, con la mirada vagando en la negrura de la noche, hasta que el manto de lluvia logró devolverme a la realidad.
Tenía que volver a casa.
Me palpé el labio y comprobé que me sangraba donde apenas media hora antes había recibido su puñetazo. No sabía qué hacer, pero sin duda la solución no era quedarme allí. Me puse en pie y eché a caminar, haciendo eses, bajo la cortina de agua.
Hasta que me perdí en el horizonte.
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