Debes consumirte en tus propias llamas; ¡cómo pretendes renovarte sin haber sido antes ceniza.
Nietzsche
Miro a los infinitos espejos que nos rodean en esta sucia cotidianidad de día, tras día, tras día, en una vorágine suicida de vanos intentos de cambiar algo en nuestro fuero interno, y me miro -ya digo que me miro- y no veo ahí nada más allá de mí mismo. ¿Qué significa eso? No lo sé. ¿Qué significa que solo ves un reflejo inerte que no puedes cambiar? Ya he dicho que no lo sé. No insistas. No tengo la respuesta. Yo no tengo todas las respuestas, parece mentira que no lo sepas ya.
La cuestión es que yo estaba allí, frente a ese espejo, sin saber muy bien qué hacer. Mirando al infinito vacío que desprendían mis negras pupilas y por un instante sentí una clara lucidez, esa clase de lucidez que ilumina solo a los genios, a los locos y a los suicidas. Tuve ese rayo de claridad, y salí de allí.
Me dirigí a la ventana. La abrí. La noche me hablaba con toda su infinitud en clave de silencio. Apenas había una ligera brisa que desprendía la tibia calidez de la noche primaveral. Todo era quietud. Nada se movía. No se escuchaba un solo distante sonido. Ni un alma. Ni fuera ni dentro.
Miré al vacío y lo comprendí. Lo comprendí todo. Como lo había comprendido frente al resquebrajado espejo que me devolvía cientos, infinitos, reflejos de mí mismo en la cotidianidad del día a día. Como el millón de vidas que echan a volar cuando compruebas que jamás tendrás tiempo de vivirlas todas.
Y allí. Frente a la nada. Frente a mi alma desnuda. Me dejé caer.
Ya saben eso que se dice: Debes consumirte en tus propias llamas... cómo vivir si no has sido nunca cenizas.
Vete, si es que quieres regresar algún día.
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